domingo, 14 de febrero de 2010

La comedia de los contratos estatales


Son muchas las angustias que debemos padecer quienes nos hemos dedicado a comentar algunas de las conductas “típicas” o que caracterizan algunos capítulos de la gestión de los asuntos públicos en nuestro país. Es un escozor que aún alcanzamos a percibir porque recorre nuestra epidermis, pese a que en su oportunidad formulamos toda suerte de advertencias que a la postre fueron desestimadas, sin que nadie además hubiera asumido la tarea de aplicar algunos correctivos mínimos de puro sentido común y que de manera invariable tienen origen en imperfecciones y vacíos existentes en la ley.

El país en 1976 mediante la expedición del Decreto-Ley 150 realizó un valioso esfuerzo dirigido a racionalizar y a darle coherencia a la dispersa y casuística y por muchas razones inútil legislación fiscal que venía rigiendo desde 1912, cuando el capítulo de los contratos que celebraba la administración pública hacían parte del Código Fiscal Nacional. Muchas otras normas que regulaban contratos específicos también se encontraban regladas en cada departamento por sus códigos fiscales. El Decreto-Ley fue en consecuencia un tardío acto de confirmación de la unidad nacional. El experimento solo tuvo vigencia durante siete años, pues los involucrados en la contratación estatal lograron impulsar la tesis sobre la necesidad de reformar “para mejorar” el mencionado estatuto contractual. El gobierno de marras volvió a solicitarle facultades extraordinarias al Congreso y así dictó el Decreto-Ley 222 de 1983.

Los gremios y todos aquellos quienes se consideraron afectados por las nuevas disposiciones legales, cuya inconformidad deja muchas dudas, renovaron sus ataques en contra del entonces nuevo estatuto, dándoles a sus críticas un ropaje de análisis académico. Consiguieron que ya bajo el imperio de la nueva Constitución del 91, se expidiera la dichosa Ley 80 de 1993, la cual amputada y con las prótesis que le colocó la Ley 1150 de 2007 constituyen hoy el sumun de nuestra legislación contractual en relación con las entidades públicas. Tal proceso legislativo es la historia del ablandamiento y de la pérdida de controles.

Es necesario tener presente que durante los catorce años transcurridos entre el momento de la expedición de las leyes 80 y 1150, al Congreso se presentaron no menos de siete proyectos de ley y que solo gracias a una velocísima tramitación del Proyecto que vino a convertirse en la Ley 1150, se logró por lo menos en apariencia, calmar los afanes de los contratistas y contratantes del Estado empeñados en la celebración de mas un negocio. Semejante esfuerzo legislativo el país no lo ha conocido ni en los campos del derecho civil, o comercial o administrativo y mucho menos en materia de salud y seguridad social.

Las denominadas “cláusulas exorbitantes” que en todo el mundo surgen del poder del Estado para defender sus intereses, que son los mismos de la colectividad, y por virtud de las cuales los particulares que incumplan sus obligaciones contractuales, deben sentir el peso de la ley actuando sin consideración alguna en favor del interés general. Hoy tales cláusulas entre nosotros son un rey de burlas, susceptibles de ser negociadas, ablandadas y hasta ignoradas por parte de una administración pública indolente, tolerante o cómplice con la incapacidad y la negligencia de muchos contratistas.

Lo que resulta doloroso es ver cómo se ejecutan los “presupuestos de inversión” mes tras mes, salpicados por los escándalos sobre incumplimiento de los contratos, las entregas de los anticipos que cubren los “costos” ocultos iniciales de las adjudicaciones, los pagos a buena cuenta de contratos que están lejos de contar con diseños completos o finales, que le descargan al contratista la obligación de tramitar las licencias ambientales y de construcción, contratos que resultan invadiendo predios particulares que nunca las entidades públicas negociaron o sanearon, en fin cada contrato es un auténtico sartal de adefesios construido para asaltar con disimulo o sin consecuencias el tesoro público.

Otros resuelven ganarse las licitaciones si es que las hacen, otorgando descomunales descuentos sobre el precio, con lo cual acaban con los competidores porque entre sus cálculos está el resarcimiento mediante mayores cantidades de obra, obras adicionales, mayor permanencia, hechos del príncipe, y los inefables reclamos que decidirá un tribunal de árbitros, casi siempre ex ministros sabios en todo menos en derecho.

Teniendo a la vista la tradición jurídica del país, las innovaciones de cada uno de tales estatutos han significado enormes bandazos cuyos efectos han logrado desnaturalizar en buena medida los principios universales de la contratación administrativa.

Principios que como el de asegurar la concurrencia de oferentes para optar por el mejor, hoy son abiertamente ignorados por las argucias de la urgencia manifiesta, la viabilidad de todas las formas de contratación directa y la novísima que le ha permitido el enriquecimiento ilícito a más de un funcionario territorial, y es la amañada interpretación que vienen haciendo del inciso 2º. Del artículo 355 de la Constitucional Nacional, según la cual estarían facultados para celebrar contratos a dedo que denominan “convenios” para materializar el fraude a la ley y que les evitan los insoportables e insufribles trámites de la licitación. Lo curioso es que ni la Fiscalía, ni la Procuraduría ni la Contraloría se han dado por aludidas. ¿Será cierto que la política todo lo puede, tal como lo sostiene la gente en algunas emisoras?

¿Quién ha sabido acerca de la existencia de estudios de oportunidad y conveniencia elaborados con la debida antelación a la celebración de un contrato? Por ello no sorprenden las afirmaciones del ex fiscal General Mario Iguarán cuando hizo entrega de su empleo, en el sentido de que la corrupción estaba matando colombianos. Que tenían 352 investigaciones sobre igual número de alcaldes y once gobernadores. La verdad es que el país sabe que las afirmaciones son ciertas pero no les atribuye ninguna importancia. Aún nadie ha exigido que se muestren en la televisión colombiana las caras de estos delincuentes, por lo que más bien pareciera ser que el mensaje enviado con motivo de los escándalos que con frecuencia se promueven, que la corrupción es una infracción insignificante que las conductas que la tipifican constituyen retos y signos de audacia dignos de ser imitados por todos.

Nadie, absolutamente ninguno de los candidatos que dicen disputarse no solo la Presidencia de la República sino un lugar en el Capitolio Nacional, han dicho una sola palabra sobre tamaño asunto. Dios nos continúe guardando de tantos y tan variados malandrines.


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